Germán Sopeña: a 19 años de su último viaje por Mariano Francisco Wullich
En casa tengo dos pedazos del fuselaje del avión Cessna Caravan (LV- WSC). Los traje del campo en donde cayó (Flia. Tronconi-Roque Pérez) y, en donde Germán Sopeña, mi jefe y amigo, llegó al final de su último viaje.
Dos semanas antes me había dicho: “Marianito, en el avión de Agostino (Rocca) hay una plaza libre, ¿venís?”. “Me encantaría Germán, ¿pero no te acordás que me mandaste a Sudáfrica?
-Ahh, cierto, entonces trae paté y buen vino de Stellenbosch.
Ciudad del Cabo (jueves): “Hola Germán, conseguí paté de avestruz, ñu, uno de pescado y otro de ostras”. “¡Muy bueno! Lo llevamos en nuestra próxima expedición al Upsala”.
Parque Kruger (Domingo, 2 de la madrugada). Buenos Aires (Sábado, 4 de la tarde). Un whisky después de comer y la rubia de la embajada de Sudáfrica: “Mariano…, se murió Germán Sopeña”. Llamados a Baires: casa, el diario y, era cierto. “¿Te animás a escribir?”, me dijeron desde La Nación.
La única computadora y un vidrio mojado: por dentro con whisky y, por fuera, empapado de lágrimas. Salió esto:
Un hombre al que habrán de extrañar los caminos
Los caminos de nuestro país extrañarán su inagotable trajinar. No entenderán por qué ese hombre consecuente e incansable ya no volverá a recorrerlos. Pero seguro, no se dude, de que en esos senderos de la patria habrá un mojón imaginario para Germán Sopeña, ese hombre de tranco largo.
Se fue Germán, cuesta decirlo. Se fue, como tantas veces lo hacía: abriendo rutas, impulsando la vuelta del ferrocarril, recordando que la Patagonia queda cerca y que los glaciares son un bien inigualable.
Y él lo sabía. Y él hacía. En la mayoría de sus innumerables viajes repetía que el problema de muchos argentinos es no hacer.
Quienes lo acompañamos en los caminos supimos de su entusiasmo y alegría como de la solidaridad que demostraba al detener su paso y ayudar, en la soledad del desierto patagónico, a gente que ya no podía más. Es que Sopeña jamás habló de lo que hacía: simplemente lo hacía.
Y allí estaba, desandando los caminos sin pausa. Encabezando a un grupo de amigos sin sentirse el jefe de nadie y convenciendo a todos sin proponérselo.
Por eso, más allá del gran periodista, de su auténtico liberalismo, estaba el viajero. Y, para quienes lo acompañaban en esos derroteros, el expedicionario.
Germán Sopeña tomaba el volante en el centro de Buenos Aires y no lo soltaba. Era el momento de su felicidad, la que transmitía a cada uno de los integrantes de la expedición. Su figura, entre intrépida y aventurera, lograba convocar siempre a más gente de la que podía acompañarlo en sus emprendimientos. Invariablemente quedaba gente abajo, deseosa de compartir el viaje.
En las rutas no estaba solamente la imagen del secretario general de Redacción de La Nación , aunque las charlas y conferencias que le solicitaban al paso por los pueblos así lo indicaran.
Allí estaba Germán, el hombre que peleaba por las cosas de nuestro interior. El que no muchos conocían, porque más allá de sus relatos sobre ilustres personalidades como el Perito Moreno o el padre De Agostini se largaba sobre la nieve a desencajar la camioneta, a cambiar una cubierta, a tirarle una cuerda a algún desamparado y, a la hora del resuello, a mover otras cuerdas: esas seis que tiene la guitarra.
Es que un recitado gauchesco, una bossa nova o un tango eran siempre familiares en la voz templada y amable, bajo las estrellas del campo, en esas noches viajeras de Germán.
Y en esas tenidas siempre estuvo rodeado de amigos. Cualquiera de ellos, cada vez que desde hoy divise un mojón en el camino, verá a otro amigo entusiasmado e infatigable que se llama Germán Sopeña.
Mariano Francisco Wullich
Marcela Fittipaldi
Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial