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Libro «La Revolución que no vieron venir MILEI «

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La revolución que no vieron venir no solamente es imprescindible para sus seguidores, que descubrirán a fondo los detalles de la hazaña de un gladiador al que el establishment lo subestimó y ahora observa con preocupación el riesgo de perder sus privilegios, sino también para sus detractores, los cuales al fin comprenderán con seriedad y precisión la propuesta de quien se ha convertido, sin dudas, en el fenómeno más disruptivo de Occidente. Nada se deja al azar en este fascinante relato.

 

 

 

Con el sello Hojas del Sur y ya disponible en librerías, Nicolás Márquez, escritor, conferencista y abogado, y Marcelo Duclos, periodista y máster en ciencias políticas y economía, se acercan al lado humano y personal de la figura que revolucionó la política argentina, sumando a ello el análisis de la coyuntura política y social que derivó en la elección de Javier Milei como presidente de la república.  Javier Milei se presenta como el  emergente de un cambio de época que propone no sólo una solución a la debacle de la economía argentina sino también como el líder de una batalla cultural capaz de derrotar la decadencia nacional basada en un radical cambio de paradigmas para los próximos 100 años.

 

La reconstrucción del contexto es contada a tres voces. Describe una historia de vida y busca compartir el marco conceptual de sus ideas políticas y económicas como liberal libertario. Su ascenso fue tan meteórico que ha trascendido todas las fronteras imaginables.

 

El libro busca describir a Milei dentro del contexto de sus ideas políticas y económicas, definiéndolo como un liberal libertario de la Escuela Austríaca. Esta perspectiva lo posiciona en una visión más radical y disruptiva que la adoptada hasta ahora por el liberalismo tradicional argentino. La obra explora cómo Milei desafió las categorías políticas convencionales, generando desconcierto y a la vez atracción, tanto en Argentina como en el extranjero.

 

“Milei, la revolución que no vieron venir” reconstruyó el ascenso vertiginoso de Milei, basado en un carisma extraordinario, un estilo provocador y una habilidad para desafiar las normas políticas y económicas establecidas. El libro explora cómo su capacidad para generar debate y confrontación lo convirtieron en un referente para aquellos que buscaban alternativas a los sistemas políticos tradicionales, dentro y fuera de Argentina.

 

El libro será presentado el 8 de mayo a las 20:30 en la Sala Cortázar de la Feria del Libro.

 

“Milei encarna más que un simple cambio de gobierno, representa un cambio de era. Va más allá de la mera alternancia política prevista en la Constitución. Por eso usamos la palabra ‘revolución’ en el libro. Marca un punto de inflexión en Argentina que desconcierta a todos”, expresó Nicolás Márquez.

 

En esta perspectiva, Marcelo Duclos afirmó: «Javier Milei ha trascendido las fronteras de Argentina, ya no hay dudas al respecto. No se trata solamente del presidente argentino o del representante del liberalismo en el país, sino que, probablemente sin pretenderlo, se ha convertido en un referente de las ideas de libertad en el mundo occidental».

 

«Si Milei tiene éxito, indudablemente generará un efecto dominó a nivel global, ya que se convertirá en un punto de referencia, y surgirán fenómenos similares en otras partes del mundo», completa Nicolás Márquez.

 

El libro se encuentra en preventa en 12 países, pero recientemente se han sumado cuatro países más a la lista. Además, se está trabajando en traducirlo al portugués, italiano, inglés y polaco, ampliando así su alcance y llegando a un público aún más diverso.

 

Es sorprendente cómo alguien que, hace algún tiempo, expresaba que «el único cargo que aceptaría en la política sería la dirección del Banco Central para cerrarlo», ahora sea objeto de tanta atención y demanda en el mundo libre.

Prólogo

Javier Milei y la batalla cultural

 

Agustín Laje

 

Hasta tal punto resulta difícil entender el ascenso al poder de Javier Milei sin recurrir al concepto de “batalla cultural” que incluso el periodismo mainstream ha tenido que incorporarlo en sus análisis, aunque privándolo, desde luego, de toda profundidad teórica. En rigor, la “batalla cultural” hoy está en boca de todos: parece haberse constituido en la clave hermenéutica del momento, aquella que funciona como llave para interpretar lo que cada vez más, también, se ha dado en llamar “Nueva Derecha”.

Lo interesante del caso es que, al menos desde la segunda mitad del siglo xx, la cultura había estado bajo el poder de las diversas ideologías de izquierdas. En efecto, la cultura había sido algo así como su premio consuelo, en vistas del triunfo inexorable del sistema capitalista, el derrumbe de los experimentos totalitarios del socialismo real, el advenimiento de la globalización económica y la formación del sistema de producción posindustrial, que terminó haciendo de la “clase obrera” un sujeto político quedado definitivamente en el pasado.

Las izquierdas se replegaron e hicieron de la “cultura” su refugio. Cine, radio, televisión, diarios, revistas, libros, colegios, universidades, arte, teatro, música: la enorme esfera cultural —que, además, se encontraba ya en permanente expansión tecnológica y burocrática—, no había sido advertida por las teorías revolucionarias del siglo XIX y de las primeras décadas del XX como un ámbito de importancia estratégica para el despliegue de una revolución política, con excepción de un hombre: el italiano marxista Antonio Gramsci.

Así pues, la noción de que la “cultura” resulta fundamental para la toma del poder político corresponde, en el siglo XX, al pensamiento estratégico no de la derecha sino de la izquierda. Si el método de la revolución violenta (al estilo leninista),[1] en virtud del cual un grupo político se apropia por la fuerza del aparato coercitivo del Estado, queda clausurado o pospuesto por el motivo que fuere, subsiste todavía un método mucho menos perceptible que emerge como alternativa: el de apropiarse de los aparatos ideológicos y culturales,[2] para acceder al poder una vez que la “cabeza” del hombre, por decirlo de alguna forma, haya sido conquistada. De ahí que Gramsci haya redefinido, célebremente al Estado como “hegemonía acorazada con coerción”:[3] lo que estaba subrayando con ello era que los instrumentos de violencia física por los cuales habitualmente caracterizamos el Estado[4] son, en realidad, apenas la mitad de la ecuación. El Estado es, sobre todo, consenso cultural (y esto es la hegemonía) con respaldo último en la fuerza de las armas.

Los seres humanos somos animales culturales. Nacemos, vivimos y morimos rodeados de elementos que han sido el fruto de nuestra propia creación (nuestro propio cultivo). A través de ellos, a su vez, nos insertamos en marcos interpretativos por medio de los cuales comprendemos el mundo y definimos nuestra acción en consecuencia. Toda acción humana depende de una previa interpretación (del medio, de los fines, de los valores en juego, de los signos y símbolos, las historias y los mitos, las creencias y las costumbres, las palabras y las formas, los ritos y las tradiciones). La cultura nos brinda la materia prima que, sin ser del todo conscientes de ello, utilizamos en cada una de nuestras interpretaciones y, en este sentido, se inmiscuye en la determinación de nuestras acciones.

Visto de esta manera, la cultura se muestra ante nuestros ojos como poder. Max Weber definió el poder como “la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”[5]. La cultura es poder en la medida en que puede ser divisada con claridad como el fundamento de una serie de conductas. La torción de los valores, de los signos, de las historias, del lenguaje, etc., se convierte en torsión de la voluntad, con una ventaja por sobre aquella torsión que se logra por medio de la fuerza física: resulta infinitamente menos perceptible.

La batalla cultural es una lógica de la acción política que repara en el poder de la cultura al menos en dos sentidos distintos, pero interrelacionados. Por un lado, la cultura como un conjunto de medios e instituciones por los que la comunicación humana fluye sin cesar, definiendo los marcos interpretativos en los que las personas viven. Televisión, diarios, libros, películas, series, canciones, redes sociales, escuelas, universidades, iglesias, fundaciones, constituyen tan solo un puñado de ejemplos. La política, antes vinculada casi con exclusividad a las instituciones del Estado, se derrama en una teoría de la batalla cultural a todos los ámbitos, donde es posible comunicar sistemáticamente. Pero, por el otro lado, la cultura es advertida también como la índole misma del conflicto político; en una teoría de la batalla cultural, los temas de la política se expanden hacia áreas que, hace algún tiempo, eran consideradas como meramente culturales. Historia, sexo, familia, religión, etnias, identidad, estética, moral: la batalla cultural se despliega en los ámbitos más disímiles.

Esta es la llave maestra de Javier Milei: haber comprendido la batalla cultural en su sentido integral, que involucra ambas dimensiones. Su victoria política, ciertamente inesperada para casi la totalidad de los actores y analistas políticos, no puede ser adjudicada a las virtudes de un aparato partidario, ni a grandes financistas, ni al favor de los medios de comunicación tradicionales, ni al espaldarazo de poderes extranjeros, ni al apalancamiento a través del Estado, como usualmente ocurre. Tampoco puede ser reducida a la única variable del contexto económico, puesto que, de ser así, resulta difícil explicar por qué Milei, y no Bullrich o Larreta.

El diferencial más notable de Milei respecto de todos los demás lleva el nombre de “batalla cultural”, y por eso, precisamente, se ha convertido esta en la clave interpretativa del momento. En efecto, la trayectoria misma del economista está definida en torno a esta noción. El proyecto de Milei no empieza con una elección presidencial, sino con una voluntad de influir culturalmente en un contexto en el que la decadencia queda definida, en primer lugar, como decadencia cultural, de la que la decadencia económica resulta ser su consecuencia más tangible.

Este punto de partida resulta vital. El economista libertario plantea un diagnóstico, que identifica el fondo del problema con algo llamado “cultura”. El desastre económico argentino, producto del intervencionismo estatal creciente y descontrolado, no se resuelve operando cambios meramente económicos, sino que requiere, al mismo tiempo, desterrar los marcos interpretativos socialistas hegemónicos que se impusieron para garantizar el saqueo y el desastre que la casta política produjo. Milei no es ni sociólogo ni antropólogo, pero tiene de su lado la riqueza teórica de la Escuela Austríaca de Economía, de cuyo seno un Friedrich Hayek pudo decir alguna vez que un economista que únicamente supiera de economía sería un peligro para la sociedad. O de un Ludwig von Mises que, ya en 1922, apostó por la lucha de ideas en su obra Socialismo: un análisis económico y sociológico. O de un Murray Rothbard que, en su fase paleolibertaria, reivindicó las luchas culturales contra la “Nueva Izquierda”.  Milei sabe perfectamente que la economía es un sistema social interrelacionado con otros sistemas sociales, como la política, pero también la cultura.

Hecho el diagnóstico, Milei emprendió su propia batalla cultural. No era el único en hacerlo, ciertamente. Muchos otros, como los autores de este libro y quien escribe este prólogo, veníamos haciendo lo propio y con enormes esfuerzos. Pero Milei tuvo una diferencia específica respecto de todos los demás: su carisma. El encanto de su personalidad, la autenticidad de sus formas (¿algo más ridículo que criticarlo políticamente por sus formas, allí donde estas explican en gran medida su diferencia respecto de todos los demás?), el coraje de asumir los temas más políticamente incorrectos hicieron de Milei un personaje atractivo para el grueso de la población, que hizo subir el rating de los programas donde osaban invitarlo.

La lógica del mercado se impuso, y Milei se convirtió con rapidez en una personalidad de los grandes medios. Mientras tanto, escribía libros, daba conferencias, participaba de paneles en fundaciones y, sobre todo, hacía crecer su presencia en redes sociales. Los medios tradicionales, ciertamente importantes en el inicio, cada vez lo fueron menos. El poder cultural de Milei se emancipaba de esas plataformas, en el sentido de necesitarlas cada vez menos para que su mensaje se derramara por doquier. Sus redes ganaron autonomía, se convirtieron en su principal vía de comunicación directa con un público en permanente aumento, y llegó un momento en que los medios hegemónicos, aun cuando no quisieran contribuir a la difusión de su persona, sencillamente, no pudieron dejar de hablar de él.

La batalla cultural de Milei no se redujo a lo económico, sino que se abrió a una serie de temas que la “vieja centroderecha” hubiera considerado ociosos e innecesarios. Así, por ejemplo, Milei apoyó explícitamente la causa provida, desde que el macrismo, y después el kirchnerismo, trajeron el debate de la legalización del asesinato de seres humanos en gestación. Mucho antes de ser candidato a nada, el economista libertario se paseó por los principales medios de comunicación defendiendo el derecho a vivir. También participó de las manifestaciones a favor de las dos vidas. Es significativo el hecho de que la militancia provida de Milei haya trascendido el contexto de aquellos debates y que haya sido reafirmada durante su campaña electoral del 2023. Cualquier asesor político le hubiera aconsejado que se llamara al silencio sobre ese tema, puesto que ya no es parte de la agenda pública del país, y abrirlo nuevamente podría generar “malestar social”. El periodista Alejandro Fantino se lo dijo con claridad al aire, a lo que el Milei candidato respondió que no le importaba en absoluto. En efecto, su batalla cultural tiene una lógica muy distinta de la batalla político-electoral tradicional. Su compromiso con valores y derechos fundamentales, como son los de la vida, la libertad y la propiedad, no se sujeta a encuestas de opinión y de focus group por encargo. Si así fuera, sería muy difícil distinguirlo de la acobardada praxis macrista, cuyas “convicciones” e “ideales” son tan débiles que se hacen añicos bajo el imperio de los sondeos de opinión.

Milei también se definió contra la ideología de género y todos sus ridículos elementos asociados. Así pues, enfrentó al feminismo hegemónico y sus dogmas (“brecha salarial” incluida); atacó el absurdo del mal llamado “lenguaje inclusivo”; se opuso al adoctrinamiento que se baja a través de la ESI y sus currículos de corrupción y confusión sexual de menores; enfrentó la idea de que el Estado le debe a los individuos algo llamado derechos de “identidad” según las autopercepciones de cada quién, y que, para cumplimentarlos, debe meter las manos en los bolsillos de los demás a los fines de financiar hormonas, cirugías y disfraces varios. En el debate presidencial, Milei se paró firme contra todo este tipo de agendas al expresar su rotunda negativa a apoyar la “Agenda 2030”, cuya clave hermenéutica transversal, según CEPAL, es precisamente la categoría del “género”.

En lo que compete a la discusión histórica, también desde antes de incursionar en la política, el libertario fijó posición. Sobre los años setenta, en particular, denunció siempre que pudo el daño que se hizo a la sociedad al contar a medias la historia, con el propósito de reivindicar a guerrilleros y terroristas, y lucrar con los banderines “derechohumanistas”. No hubiéramos tenido 24 de marzo de 1976 si no hubiera existido un ataque terrorista previo contra gobiernos democráticos y constitucionales, dirigidos especialmente desde Cuba. Esta es “la otra parte de la verdad” (tal es el título del primer libro de Nicolás Márquez) que ha sido sistemáticamente ocultada porque, en el momento en que se cuente, los años setenta se mostrarán bajo una nueva luz. También es significativo que, incluso en su debate presidencial, Milei haya decidido negar la veracidad de los “30.000 desaparecidos”, nada menos que el eslogan favorito del setentismo y de los corruptos abanderados de “derechos humanos”. Otra vez, cualquier asesor político hubiera recomendado enfáticamente no meterse con ese tema, y mucho menos con semejante vaca sagrada: pero la batalla cultural es mucho más que una batalla político-electoral; la batalla cultural requiere que la historia sea puesta en su lugar.

En lo que refiere a la historia del siglo XIX, Milei ha reivindicado como inspiración de su proyecto político, fundamentalmente, dos figuras: la de Juan Bautista Alberdi y la de Julio Argentino Roca. El liberal clásico junto al que Natalio Botana ubicó como la personalidad más prominente del “orden conservador” que se instituyó en el país hacia finales de ese siglo. Esta es toda una definición político-práctica, fundada en la experiencia histórica nacional, en la que libertarios y conservadores se encuentran en algo que hoy muchos llamamos “Nueva Derecha”.

En materia económica, el foco de la batalla cultural de Milei pasó por hacer añicos la estafa de la “justicia social”, entendida como redistribución coercitiva a cargo de la casta política. En nombre de esta, el Estado nunca dejó de agigantarse; en nombre de esta, el gasto público nunca dejó de crecer; en nombre de esta, los cargos públicos, las prevendas, las regulaciones, el clientelismo y la corrupción nunca dejaron de aumentar. La “justicia social” es el corazón atávico del sistema ideológico de la casta[6], el que genera dos efectos interrelacionados: por un lado, deforma la cultura, inyectando en los individuos la extraña noción de que tienen “derecho” a que los demás les provean coercitivamente  una serie de bienes y servicios; por el otro, configura el lugar de los políticos como el de los encargados de operar la coerción necesaria para que esos bienes y servicios fluyan de unos a otros. La “justicia social”, entendida de esta manera, es un acto de violencia sistemática políticamente establecida. Milei ha enseñado la verdadera cara de esta cuestión a un pueblo acostumbrado a deificar al Estado y a los políticos, en el nombre de la “justicia social”.

Podrían darse más ejemplos (como la conciencia generada sobre el despropósito del gasto fiscal, la afrenta a la libertad que significan los impuestos, la naturaleza monetaria de la inflación, etc.), pero estos cuatro puntos: aborto, ideología de género, historia, teoría de la justicia, cuyo centro de gravedad no pasa necesariamente por la cuestión económica, bastan para ilustrar nuestro punto. Y aquí viene lo más importante: conquistado democráticamente el poder, todo indica que Javier Milei continúa la batalla cultural, ahora desde su lugar de presidente de la Nación. En efecto, ninguno de estos temas ha desaparecido de la retórica del economista; sus enemigos están desconcertados, porque, al no entender desde hace tiempo qué es una verdadera batalla cultural, la confundieron con mera táctica electoral. Así las cosas, ahora se escandalizan cuando ven que en tan solo sus primeros cien días (momento en que escribo este prólogo), el Presidente ha eliminado el “Ministerio de la Mujer, los Géneros y las Diversidades”; suprimido el mal llamado “lenguaje inclusivo” de la administración pública; eliminado el INADI, el INCAA, Télam; y desmantelado cada vez más el aparato cultural kirchnerista heredado. Además, reivindica el derecho a vivir en sus apariciones públicas, en sus redes e incluso en una charla para un colegio, y sus diputados más importantes, como Bertie Benegas Lynch, adelantan que, cuando el momento político sea propicio para conseguirlo, desterrarán también el aborto. Quita los símbolos feministas de la Casa Rosada nada menos que el 8 de marzo; muestra la otra parte de la verdad nada menos que el 24 de marzo, y muchas otras medidas más.

La batalla cultural es la clave con la que ha de interpretarse a Milei, no en un momento en particular, sino en tanto un proyecto integral: el Milei antes de ser candidato, el Milei candidato y, ahora, el Milei presidente de los argentinos. Si su diagnóstico es correcto, el país saldrá definitivamente de su decadencia renovándose culturalmente, abrazando valores de honestidad, trabajo duro, mérito y ahorro, respetando la vida, la libertad y la propiedad de los demás.

El presente libro es una contribución a esto mismo: a conocer en profundidad a Javier Milei, el camino que le tocó recorrer, su contexto histórico de acción, las ideas que lo marcaron, las fuentes de su pensamiento, sus definiciones políticas e ideológicas, y lo que se puede esperar de él en lo que viene. Este libro es un gran aporte para todos los que quieren, además, acompañar esta patriada que ha sorprendido al mundo entero, sumándose a la batalla cultural que, por definición, carece de término final y que debe ser librada todos los días y en todos los ámbitos que nos requieran.

[1] Vladímir Ilích Lenin, la gran cabeza detrás de la Revolución Rusa, puso en práctica una teoría de la toma del poder a través de la violencia, expuesta en su libro El Estado y la revolución. Es interesante advertir, asimismo, que Lenin reconoce en otra parte que la violencia no solo debe ser utilizada para acceder al poder, sino también para gobernar a los hombres. En 1918, Lenin reconocía sin ambages que la dictadura que lo tenía por artífice es “un poder que se apoya directamente en la violencia y no está coartado por ley alguna”, y que, por ende, “la dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido mediante la violencia ejercida por el proletariado sobre la burguesía, un poder no coartado por ley alguna”. (Vladímir Ilích Lenin. La revolución proletaria y el renegado Kautsky. Madrid, Fundación Federico Engels, 2007, p. 16).

[2] Esta terminología, en particular, corresponde a Louis Althusser, que desarrolló algunos pensamientos de Gramsci en la segunda mitad del siglo XX.

[3] Antonio Gramsci, Antología. Volumen II (Buenos Aires, Siglo XXI, 2014), p. 392.

[4] Piénsese en la ya clásica definición del Estado ofrecida por Max Weber: “Un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio de la coacción física legítima para el mantenimiento del orden vigente” (Economía y sociedad [Ciudad de México: FCE, 2016], p. 185).

[5] Ibíd., p. 183.

[6] Para profundizar esta cuestión, recomiendo al lector leer El atavismo de la justicia social de Friedrich Hayek, y Anarquía, Estado y utopía de Robert Nozick.

Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial

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