EL BILLETE DE LA SUERTE Por Jorge Elías
EL PRESIDENTE DE MÉXICO, ANDRÉS MANUEL LÓPEZ OBRADOR, MOSTRÓ EL BILLETE DE DOS DÓLARES QUE LLEVA EN SU CARTERA, UNA RAREZA HASTA EN ESTADOS UNIDOS
Presidentes, primeros ministros y otros gobernantes son los únicos seres que, como reyes y mendigos, pueden ir por la vida con los bolsillos vacíos. O casi. Pocas veces pagan una cuenta. Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, quiso ser una excepción: mostró su cartera, primero, y después el contenido mientras hacía pública su declaración patrimonial. ¿Qué llevaba? Un billete de dos dólares “dobladito”, regalo de un “paisano” que vive en Estados Unidos y que considera un amuleto de la suerte, y otro de 200 pesos mexicanos, equivalente a 10 dólares.
“No tengo tarjeta de crédito, no tengo cuenta de cheques desde hace muchos años”, rubricó López Obrador, apodado AMLO por sus iniciales. El billete de dos dólares, en circulación desde 1929, es el más antiguo de los de curso legal en Estados Unidos, pero resulta ser una rareza para los mismos norteamericanos. Sólo el uno por ciento de los dólares que se imprimen corresponde a esa denominación, con el presidente Thomas Jefferson en el anverso y con la reproducción de la obra La Declaración de Independencia, de John Trumbull, en el reverso.
Lo curioso no es el billete en sí, sino que un presidente lleve cartera. Hábito que, como cuento en el libro El Poder en el Bolsillo, intimidades y manías de los que gobiernan, pierden a medida que se asientan en el cargo y, una vez concluido el mandato, les cuesta mucho retomar. Eso habla, también, de la lejanía de las sociedades. Nociva, en ocasiones, por no recordar ni el color de los billetes de sus propios países. Los norteamericanos llevan ventaja: el verde no cambia, más allá de las adecuaciones de los dólares por razones de seguridad.
En diciembre de 2011, el aún presidente Barack Obama armó revuelo en un centro comercial de Alexandria, cerca de Washington. Fue de compras navideñas con la camisa arremangada y la corbata a media asta en compañía de Bo, el perro de aguas portugués negro y blanco que le había regalado el senador Edward Kennedy y que, como AMLO con su apodo, llevaba sus iniciales. Frente a la cajera de la tienda de artículos electrónicos Best Buy, Obama desenfundó su cartera. Dudó “a ver si la tarjeta de crédito todavía funciona”. Pagó casi 200 dólares por un videojuego de baile para sus hijas Malia y Sasha. En una tienda de mascotas, antes de pasar por una pizzería, premió a Bo con un muñeco y un gran hueso de goma.
En el pueblo irlandés de Moneygall, de donde procede una rama de su familia, Obama celebró un encuentro con un primo lejano, Henry Healy, invitando cervezas en un pub. “¡Que quede claro que el presidente paga la cuenta!”, exclamó, y dejó propina. Cara y ceca con uno de sus antecesores. En un intervalo informal de una visita oficial al Reino Unido, Bill Clinton ordenó un plato suculento y sustancioso de trucha ahumada, gambas y paté de nueces en un restaurante de Portobello Road, en el barrio Notting Hill, de Londres. El dueño, Mike Bell, se sentía orgulloso, salvo por un pequeño detalle.
Los diarios británicos, como The Guardian, titularon al día siguiente: “Bill forgets the bill” (Bill olvida la cuenta). De apenas 24,70 libras. O 36,22 dólares. Actitud que no era común en Clinton cada vez que, en vísperas de Navidad, iba de compras al barrio de Georgetown, en Washington. Ni cuando adquirió con rebajas de cortesía el libro Leaves of Grass (Hojas de Hierba), de Walt Whitman, y un alfiler de sombrero y un prendedor de oro para Monica Lewinsky, en comercios de Martha´s Vineyard, Massachusetts, donde solía pasar las vacaciones de verano. Con Hillary, Chelsea, Buddy (el perro) y Socks (el gato), no con ella.
Lo curioso no es el billete en sí, sino que un presidente lleve cartera. Hábito que, como cuento en el libro El Poder en el Bolsillo, pierden a medida que se asientan en el cargo y, una vez concluido el mandato, les cuesta mucho retomar
Bell estaba indignado con Bill. Iba a mandarle la cuenta por correo a la Casa Blanca. Es un déficit o una virtud del poder eso de no llevar nada o casi nada en los bolsillos. Nada de nada, como Al Goremientras era vicepresidente de Clinton, excepto el pañuelo de tela. “Es lo único que nunca olvido”, confesó. El expresidente argentino Carlos Menem tampoco olvidaba el que lucía en el bolsillo superior del saco, a tono con la corbata. Cuando le pregunté a George W. Bush qué llevaba en los bolsillos, saltó de la silla como un resorte, hurgó con fingida impaciencia los bolsillos laterales de su pantalón y, con el forro hacia fuera, me mostró que estaban despoblados. Sólo sacó del bolsillo interior del saco un pañuelo blanco. Estaba doblado en cuatro con suma prolijidad. Lo desplegó y, en señal de paz, comenzó a sacudirlo en el aire: “Es todo –se excusó en deplorable castellano–. No dinero, no más. Mira, no wallet (cartera)”.
A falta de un pañuelo, Hugo Chávez, presidente de Venezuela desde 1999 hasta 2013, llevaba dos. “Lo aprendí cuando era cadete –me explicó–. Uno es para mí y el otro es para la dama”. En septiembre de 1999, Chávez también llevaba un peine: su pelo, crespo y corto, era, según él, “muy rebelde”. Un librito de citas de Jorge Eliecer Gaitán: “Todo está trenzado en el ritmo de la unidad, nada es una fracción, todo es parte de todo, lo que cada uno hace tiene relación con lo que otro hizo o con lo que otro va a hacer”, recitó. Papeles sueltos con anotaciones. Y una cartera de cuero negra, obsequio de Marisabel, su mujer, en la cual, al desplegarla, afloraban las fotos de sus hijos, la cédula de identidad, el carné de teniente coronel (vencía en 2004) y unos cuantos bolívares. “Sufro si me detengo a tomarme algo y no me quieren cobrar”, repuso.
Menem, a su vez, me dijo en agosto de 1997 que se rehusaba a ir con los bolsillos cargados desde antes de asumir la presidencia, en 1989: “Lapicera no tengo; siempre me la alcanzan –describió–. Ni los anteojos para leer llevo. Tampoco necesito plata ni tarjetas de crédito. ¿Quién va a pedirle el documento al presidente? En las reuniones internacionales me ponen un pin (prendedor) en la solapa y no veo la hora de quitármelo. Prefiero no tener nada, excepto el pañuelo que combine con la corbata”.
Símil de Julio María Sanguinetti, presidente de Uruguay entre 1985 y 1990 y entre 1995 y 2000, uno de los pocos en su país que prefiere el café antes que el mate: “¿Qué iba a llevar en los bolsillos?”, rubricó. Al igual que César Gaviria, presidente de Colombia entre 1990 y 1994, luego secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA): “Estoy seguro de que no llevaba un centavo –recordó–. ¿Para qué, no? Ni una sola tarjeta de crédito. Nunca. Ni el pasaporte”. Y al igual que Luis González Macchi, presidente de Paraguay entre 1999 y 2003, aunque, en su caso, no se despegaba del teléfono móvil.
Aparato que Raúl Alfonsín, presidente de Argentina de 1983 a 1989, también tenía, pero olvidaba encender casi una década después de haber salido por la puerta lateral de la Casa Rosada, sobre la avenida Rivadavia, de Buenos Aires. “No llevaba plata, y ahora tampoco”, me dijo en mayo de 1998, en la cama de una habitación de hotel, después de una ineludible siesta “de camisón y Padre Nuestro”, mientras promediaba una gira por Estados Unidos. A su lado, Mario Brodersohn, secretario de Hacienda durante su gestión, repuso con ironía: “En realidad, nunca tuvo billetera”. Y el expresidente remató: “Llevaba los anteojos, che”.
Ciertamente, hay cosas que el dinero no puede comprar, “aunque no todo el que lo tiene es malvado”, aclaró AMLO. El dinero es un buen servidor y un pésimo amo. La vuelta al llano es, para algunos presidentes, algo así como tocar tierra firme después de haber estado durante años en el limbo. Una suerte de reconciliación forzosa. No sólo por los bolsillos vacíos (una bendición para el expresidente mexicano Ernesto Zedillo, vacilante, como Clinton, frente a las cuentas), sino, también, por los honores del cargo. O el privilegio de ir sin nada, o casi nada, por la vida.
Marcela Fittipaldi
Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial