Igualdad, legalidad, fraternidad Reflexiones, por Luis Novaresio
El presidente electo, además de dedicarse a la economía y la inseguridad, deberá poner énfasis en los valores republicanos. El respeto por la ley, la tolerancia y la dignidad deben ser ejes centrales a partir del 10 de diciembre.
Parece establecido que Mauricio Macri o Daniel Scioli deberán dedicarse a partir de esta noche a la economía y a la inseguridad casi con exclusividad. Claro que son dos temas acuciantes. Seguro que la incertidumbre física y la del poder adquisitivo son centrales. Sin embargo, se imponen tres grandes desafíos que engloban el modo de abordar estos dos fenómenos. El nuevo presidente deberá restablecer el concepto del respeto por la ley en la República, el concepto de la tolerancia como modo de convivencia y la decisión de recuperar la dignidad por nosotros y ante el mundo derogando el tratado con la República de Irán.
Pueden parece tres tópicos no vinculados entre sí. Lo son. Pueden lucir como imperativos lejanos frente la coyuntura económica o el índice delictual. No es así. Restablecer el respeto indiscutido por la ley, ser tolerantes y anular un acto de humillación de esa misma ley frente a intolerantes son lo mismo. Y lo principal.
Habrá que advertirle de movida al candidato del Frente para la Victoria y al de Cambiemos que esta noche, el que gane, no se queda con todo el poder. Por las dudas, apenas gana el derecho a ocupar por 4 años la función ejecutiva nacional. Alguien podría decir que nada menos. Me permito recalcar, aún con el respeto por semejante honor, que «apenas» gana eso.
Es cierto que desde la cuasi disgregación institucional de 2001, hubo la necesidad de fortalecer el concepto y el ejercicio de la autoridad. Sin embargo, muchos creyeron que eso les daba el derecho a sentirse en dueños de aquella emergencia y transformarla en permanente para discutir si la ley era necesaria o un obstáculo. Desde el primer golpe de Estado de 1930 en general y, muy en especial, en lo que va de este siglo, se ha instituido culturalmente la perniciosa idea de que la ley es un obstáculo para alcanzar el fin de quien gobierna. ¿Qué cosa es eso de la división de poderes que lentifica lo que quiere el que ganó en las urnas el sillón de Rivadavia? ¿A quién se le ocurre que el Poder Judicial ande controlando si una decisión se adecua a la norma jurídica vigente con la urgencia que tiene de gobernar el o la presidente? La división de poderes, hay que responder con rapidez, es la base de la República y lo que separa de las autocracias. El control de legalidad, la diferencia de un Estado de derecho de su negación.
Se gobierna desde hace 12 años con estado de emergencia y delegación de facultades del congreso al Poder Ejecutivo. Y parece de lo más normal. No lo es. Ni para los diputados y senadores nacionales que se dejan atropellar en sus facultades ni para las provincias y municipios que siguen recitando que somos un país federal sin mirar que ni en el litro de nafta que cargan en el surtidor se recaudan impuestos federales sino que van a parar a donde quiere el presidente de turno. Se dijo alguna vez que un juez con una lapicera puede demorar una acción ejecutiva con abuso de medida cautelar. Decir eso desde la formación jurídica es poner en duda el abecé de lo aprendido en la facultad. Algo así como negar la ley de gravedad en ciencias exactas.
Quien gobierne con los votos de hoy debería empezar por comprometerse a hacer algo más que jurar por la Constitución. Debería respetarla. Y desde allí, al resto de las leyes que le limitan su poder, lo hacen igual ante ella aunque sea el presidente. Porque, aunque a mucho les cueste, los presidentes son menos importantes que la ley. Al menos en las democracias republicanas.
Reconocer esto es un gesto de tolerancia. Los intolerantes creen que son iluminados superiores que no merecen detenerse en el detalle de las normas prestablecidas. Ya se ha dicho en estas crónicas que un contundente signo negativo de estos tiempos es haber convencido a muchos de que la intolerancia es un valor. No escuchar, combatir y en lo posible humillar al borde de no dejar opinar al que piensa distinto, es una tara de la inteligencia y un rasgo de los autoritarios. Ni Daniel Scioli ni Mauricio Macri se han mostrado nunca así. Es cierto. Pero sí, uno de los dos, gobernará en un momento en donde en los centros urbanos argentinos la intolerancia es la ley. Deberían combatirla con el ejemplo diario desde la Casa Rosada.
Raúl Alfonsín le ofreció a su contrincante peronista Italo Argentimo Luder que fuera ministro de la Corte Suprema, máximo órgano de control de la Nación. Con los condicionamientos de requisitos jurídicos del caso, ¿se atreverá el que gane hoy a tener un gesto semejante y análogo? ¿Querrá el que resulte triunfador actuar como un ciudadano más, aunque el más notorio en la estructura política argentina, capaz de someterse a la ley y al disenso? Eso sería su deber. Aunque, ya se sabe, los imperativos morales no se imponen ni tienen sanciones palpables (en lo inmediato, al menos) ante su incumplimiento.
Por fin, como enorme símbolo de un error, el nuevo presidente deberá saber que nuestro país humilló a los muertos de los atentados terroristas sobre Embajada de Israel y Amia suscribiendo un tratado inconstitucional que inventa jueces, prorroga jurisdicciones, se agacha con temor ante una estructura política (y subráyese que no se dice ante un pueblo) que escondió a los acusados de bombardear en la Capital Federal, entorpeciendo la investigación. La impunidad no es más que la consecuencia de no respetar la ley, de ser intolerantes. Scioli o Macri no pueden mirar para otro lado. Ni con la excusa de la inflación o la inseguridad.
Hoy elegimos a un nuevo presidente. Saludemos la normalidad de la llegada a las urnas que marcará a jóvenes adolescentes que han nacido siempre en las épocas del recambio institucional con naturalidad. Como no nos ha pasado a la inmensa mayoría de los que esto leen y de quien esto escribe. Un nuevo presidente. Nada menos.
Pero nada más que un nuevo servidor público a quien se mandata como inquilino y no dueño del poder. Y de una parte del poder. La que marca la Constitución. La misma Carta magna que no merece hacerla secundaria con el pretexto de la emergencia o un fin supuestamente superior que atropelle todo con medios vergonzosos. El destrato a la ley y la falta de tolerancia por el otro deterioran la democracia. Las mayorías gobiernan siempre pero las minorías, en las democracias, se respetan de manera irrestricta. Igualdad aun de los que son los más importantes servidores. Legalidad siempre. Y tolerancia, mucha, perdida con tanta tristeza y escalo friante naturalidad. Nada menos.
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Marcela Fittipaldi
Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial