La casa del infinito
08/06/2014
Alberto Campo Baeza intenta entender los sitios antes de nada. «No impongo una arquitectura abstracta», dice. Cuando hay un paisaje que aprovechar surgen sus poéticos miradores, como sucede en esta Casa del Infinito.
Por Txema Ybarra. Fotografías de Javier Callejas
Cada proyecto de Alberto Campo Baeza (Valladolid, 14 de octubre de 1946) constituye todo un acontecimiento. Primero porque no se prodiga mucho. Es de los que opinan que un arquitecto que merezca la pena no puede construir mil edificios, por mucho que eso le impida hacerse famoso y convertirse en un starchitect. «Hay que aceptar solo las obras que puedes controlar y volcarte en ellas», sostiene. Desde esa premisa surgen proyectos siempre asombrosos por todo lo que expresan con el mínimo de elementos. Pero que nadie le llame minimalista porque lo detesta. Su lema es: «Si puedes contar algo con dos palabras, no lo hagas con 20», y esa virtud la considera propia de la sobriedad y la precisión.
En su última vivienda, a la que ha llamado muy oportunamente Casa del Infinito, ha vuelto a aplicar su filosofía constructiva a rajatabla, hasta el punto de que la considera la más radical, que ya es decir si nos atenemos al resto de su obra. El punto de partida es en apariencia sencillo: «Se trata de un cajón donde la cubierta desaparece y se queda fundida en la arena», declara para describir esta vivienda de 750 m², levantada en primera línea de playa de la bahía de los Alemanes, junto a Zahara de los Atunes (Cádiz). Que conste que no hay nada ilegal en su construcción. Allí se erigió la primera casa de veraneo de la zona, y como cuando se vendió a sus actuales propietarios tenía defectos constructivos, se pudo hacer una nueva.
Los clientes son un matrimonio belga, él empresario y ella arquitecta, que acudió a Campo Baeza esperando una de sus viviendas blancas construidas en Andalucía. A lo mejor pensaban en la Casa Guerrero, una caja ensimismada en mitad de un campo de cultivo junto a Vejer de la Frontera, también en Cádiz, no muy lejos de su playa. Pero en la vivienda que mostramos correspondía otro color, el de la arena, que lo proporciona el mármol travertino romano que compone la fachada y que también alude a las cercanas ruinas de Bolonia. «Intento entender los sitios antes de nada. No impongo una arquitectura abstracta, cruel y dura», defiende Campo Baeza. En zonas con un entorno agresivo se decanta por proyectos más introvertidos. Cuando hay un paisaje que aprovechar, surgen sus poéticos miradores al infinito.
La Casa del Infinito cae sin duda en esa segunda clasificación. «Hemos levantado un hogar como si de un muelle frente al mar se tratara. Es un podio coronado por un plano horizontal, despejado y desnudo, donde nos situamos frente al horizonte lejano que traza el océano, mirando a la puesta de sol», detalla este vallisoletano que se crió en Cádiz y tiene su estudio en Madrid, donde quizá se encuentren más libros de poesía que de arquitectura.
Precisamente, su aguda sensibilidad ha sido la causa de que este año le hayan nombrado académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. También le avala su trayectoria docente. Catedrático de proyectos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, la ETSAM, además ha impartido enseñanza en la Universidad de Columbia (Nueva York), en la Bauhaus de Weimar y la ETH de Zúrich, entre otros muchos centros docentes del mundo.
Otra forma de explicar el proyecto es atendiendo a su distribución. En un primer piso se encuentran los cuartos de los niños y una salida al jardín, que es de arena y, por tanto, se confunde con los límites de la playa. En la segunda planta están el dormitorio principal y las zonas comunes, como el salón y el comedor, que ya disponen de vistas al mar. Arriba queda la no-cubierta, el plano de 20 por 36 metros, que está destinado a ser el principal espacio de la casa. Esta «alfombra de Aladino» cuenta con una sobria piscina, unos muros orejeras para protegerse de los vientos del Estrecho y sombrillas de quita y pon. Asimismo, ejerce de vestíbulo o entrada, pues es el primer espacio que el visitante se encuentra una vez que traspasa el muro que da a la calle. Mejor recibimiento que semejante contemplación del Atlántico, confundiéndose con el azul intenso del cielo, no cabe imaginar.
Alberto Campo Baeza.
Fiel a la idea
La clave es partir de un concepto bien definido. No en vano, Campo Baeza es autor del libro La idea construida (ed. Kliczkowski), una referencia en teoría arquitectónica, que va por la novena edición desde que se publicara en 1996 y que está traducido a varios idiomas. «Sirve para la arquitectura y para cualquier labor creadora», presume el autor. El ensayo se opone por principio al triunfo de la mera ocurrencia: «A alguien se le ocurre un edificio en forma de pera, y entonces la gente, ignorante, se arrodilla delante extasiada: «Oh, un edificio en forma de pera». Pues no. Las ideas permanecen, mientras que a las formas las devora el tiempo», argumenta.
En esta vivienda la inspiración surge al contemplar un aguafuerte de Rembrandt, Cristo presentado al pueblo. «Siempre me ha fascinado. El pintor traza una línea perfectamente recta y horizontal. Es el borde del potente estrado o podio sobre el que se desarrolla la escena. Allí, como Mies van der Rohe hiciera tantas veces, el plano se convierte en línea. Estoy seguro de que a ambos nuestra casa podio les gustaría», explica. Otra referencia ineludible es la Casa Malaparte, colgada de un acantilado de la isla de Capri, cuya larga azotea es un mirador al Mediterráneo. Su encanto es tal que, más que servir de escenario para la película de Jean-Luc Godard Le Mépris (1963), es su protagonista, junto a una bellísima Brigitte Bardot.
Antes de todo de eso, sin embargo, está la luz, el principal elemento compositivo para Campo Baeza. «Es un material, lo dice el propio Newton, y el más lujoso con el que trabajamos los arquitectos, pero como nos resulta gratis, no lo valoramos», defiende. En la Casa del Infinitose irradia a través de lucernarios estratégicamente colocados en el plano superior y por los huecos de las ventanas, que se asoman a un paisaje inmediato de lentisco y acebuches recién plantados; son las especies autóctonas del lugar. Las palmeritas que había antes se arrancaron para que siguieran dando sombra en otro lugar. Había que librarse de impurezas.
Más información. www.campobaeza.com
http://fueradeserie.expansion.com/2014/06/02/arquitectura/1401709844.html
Marcela Fittipaldi
Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial
Anterior
Pastel de cerezas casero
Más recientes