¿Se acerca el final de la gran arquitectura?
02/05/2014
Museo Ningbo, en el Este de China, diseñado por el arquitecto Wang Shu, que recibió el Premio Pritzker en 2012. / STR (AFP) |
“Afortunadamente, en la agenda de los políticos ya no está hacer edificios monumentales. Pequeñas acciones para activar las ciudades y sus espacios públicos son la solución que reclama la sociedad civil”. El que habla es el mexicano Mauricio Rocha, un arquitecto excepcional porque, con proyectos como la Escuela de Artes Plásticas de Oaxaca, ha sido capaz de abrir una vía de futuro aunando la arquitectura humilde del adobe con la monumental de las grandes proporciones. Aunque puede pecar de optimista y a pesar de que el equilibrio que representa su obra es frágil, el proyectista no está solo en su defensa de un cambio en la manera de construir. Y es que, entrado el siglo XXI, la arquitectura está llegando a ámbitos pobres y alejados del poder donde nunca estuvo presente. Ese nuevo campo de actuación agita el debate mezclando motivaciones sociales y culturales.
Muchos de los últimos reconocimientos, como el reciente Premio Pritzker al japonés Shigeru Ban —autor de arquitecturas de emergencia— o el de hace dos años al chino Wang Shu —que levanta edificios reutilizando los escombros de otros—, reconocen el valor y la oportunidad de una arquitectura que antepone la utilidad a cualquier otro factor. También lo han hecho instituciones como el MoMA de Nueva York, que montó la exposición Small Scale Big Change despreocupándose, por primera vez en su historia, de la carga formal que representaban los edificios expuestos.
Así, el reconocimiento a otra manera de construir y pensar la arquitectura se extiende. Sin embargo, esa misma puesta en valor siembra de dudas la crítica especializada y los programas de las escuelas donde se forman los futuros proyectistas. ¿La atención a las pequeñas arquitecturas terminará con los grandes proyectos? ¿El aplauso a los trabajos realizados con escasez de medios desactivará el despliegue técnico y presupuestario necesario para levantar edificios emblemáticos?
Tradicionalmente asociada al poder por su enorme dependencia económica (es evidente que sin dinero no se puede construir), la arquitectura del siglo XX ya rompió un molde. Por primera vez en la historia, sus creadores se interesaron por algo que hasta entonces había permanecido paradójicamente ajeno a su disciplina: la construcción de las viviendas de buena parte de la humanidad. Con más arquitectos y más ciudadanos, ya no había palacios (ni catedrales, estaciones o museos) para todos los que podían proyectarlos. Al mismo tiempo, con una población mayor asentándose en las ciudades, la autoconstrucción (la vía tradicional para hacerse una casa) quedó descartada. Fue así como los proyectistas comenzaron a diseñar viviendas unifamiliares (para unos pocos) y bloques de pisos (para casi todos). En términos generales, los arquitectos del siglo XX solucionaron parcialmente ese problema. Sin embargo, en su mayoría desaprovecharon el componente cultural de su aportación. Es decir, parchearon el problema sin asentar una cultura del hábitat. La suya fue una ocasión perdida porque solo un número limitado de bloques de pisos logró, además de dar cobijo a sus habitantes, mejorar su vida, facilitar su convivencia y mejorar la ciudad donde fue construido.
El profesor de la Escuela de Arquitectura de A Coruña Carlos Quintáns opina que “aunque las catedrales y los palacios no siempre tuvieron un coste aceptable económica y humanamente, en los últimos años la voracidad económica ha llenado territorios inútilmente para conseguir más dinero en menos tiempo con el mínimo esfuerzo”. Así, a veces por el riesgo que implican los experimentos, otras por impericia y casi siempre por anteponer los intereses económicos a cualquier otro factor, arquitectos y sociedad perdieron la oportunidad de aportar cultura con la construcción de viviendas. Eso ocurrió en el siglo XX. En el XXI la oportunidad es otra.
Según una reciente encuesta elaborada por el Sindicato de Arquitectos, en España el número de profesionales se ha multiplicado por tres en 30 años (de 10.600 a 60.000). En ese tiempo, el país casi ha doblado su número de pisos. Con semejante parque de viviendas construido —3,4 millones vacías—, parece llegado el momento de plantear cuál puede ser el futuro de la arquitectura. Y de los arquitectos. La respuesta más optimista es que ahora que ha dejado de ser un negocio muy lucrativo para unos pocos, esta disciplina podría acercarse adonde puede conseguir un poder transformador, a las necesidades urgentes. El peaje es caro, exige un cambio de prioridades y una transformación de la propia disciplina. A su vez, abre el debate de si se separarán definitivamente dos tipos de arquitectura: la humilde y la grandiosa.
Negando esa separación, cada vez son más los proyectistas dispuestos a trabajar con pocos medios y, llegado el caso, a proponer soluciones de emergencia. Son estos arquitectos, en su mayoría jóvenes, los que acaparan la atención internacional y los que dejan entrever un cambio de prioridades en la arquitectura del futuro. Sin embargo, la reivindicación de una arquitectura humilde, que aproveche materiales y recursos locales y la defensa de la reparación por encima de la inauguración no son nuevas. Los británicos Alison y Peter Smithson ya defendieron, hace cuatro décadas, una arquitectura “heroica y cotidiana a la vez”. Instaron a revitalizar lo existente y a aplicar nueva energía a lo cotidiano, por encima de seguir proponiendo renovaciones formales o revisiones conceptuales.
“Estamos acostumbrados a encumbrar obras impolutas donde cada detalle está finamente calculado, calibrado, pero ese es un lujo al que muy pocos pueden acceder. El mundo diario de muchos arquitectos es el de las remodelaciones, el reciclaje y las transformaciones. Por eso en la arquitectura, tan o más importante que la idea brillante es la economía de la misma, la velocidad de su ejecución y el máximo aprovechamiento de lo existente”. Esta es la visión del joven arquitecto peruano Aldo Facho Dede, pero incluso un veterano como el chileno Enrique Browne es capaz de ver el cambio: “Hay proyectistas jóvenes capaces de captar el espíritu del mundo de hoy: los problemas de la sociedad mas allá de la arquitectura. Son gente que para diseñar utiliza más información de periódicos que de revistas de arquitectura. Producen una arquitectura posible. Son un germen pero, de difundirse, cambiarán la arquitectura”.
Desde Medellín, Martha Thorne, directora ejecutiva del Premio Pritzker, admite que en la arquitectura actual coexisten muchos enfoques y actitudes. “Pero espero que los grandes retos de la sociedad cobren más importancia, ya que la arquitectura y el diseño pueden hacer grandes aportaciones”. En México, Marcelo Rocha lo corrobora. El proyectista está convencido de que “los grandes retos del futuro serán arquitecturas que funcionen como acupunturas transformando la relación entre los espacios urbanos. El gran ganador debe ser lo público”.
Esa idea de lo público ha calado en el discurso de numerosos profesionales. Sin embargo, el significado no es siempre el mismo. Zaha Hadid, por ejemplo, considera que el colosal centro cultural Heydar Aliyev que inauguró en Bakú hace unos meses es un gran espacio público, pero salta a la vista que es igualmente grande como anuncio del régimen, más hereditario que democrático, que ostenta el poder en Azerbaiyán.
Al otro lado del teléfono, Hadid defiende que “la arquitectura no sigue modas ni ciclos políticos o económicos, sigue la lógica inherente a la innovación tecnológica y el desarrollo social. La actual sociedad se tambalea y, por lo tanto, sus edificios deberán evolucionar”. Hay acuerdo pues en que la disciplina debe cambiar. El desacuerdo está en cómo y hacia dónde. “Lo que de verdad es nuevo hoy son los niveles de complejidad social. Con el 50 % de la población del planeta viviendo en ciudades, el urbanismo debe proponer algo más que repetición y compartimentación para lidiar con la densidad y la complejidad de los nuevos barrios”, continúa Hadid.
Carlos Quintáns, fundador de la revista Tectónica, que lleva años abogando por la calidad de la construcción por encima de la plasticidad de las formas, opina, sin embargo, que la gran arquitectura del futuro “no estará en edificios con una capacidad expresiva ilimitada. Nuestro papel vendrá de la mano de construir lo necesario, de corregir lo que se ha hecho mal, y de dotar de sensatez a tanta locura. Haremos arquitecturas que no se peleen sino que se entretejen con lo heredado”. El arquitecto Miquel Adriá, director de la editorial mexicana Arquine, está de acuerdo. “Una de las tareas pasará por reciclar lo construido”, dice. Y recuerda que “hay más ruinas recientes, de los últimos 25 años, que del resto de la historia”. De ahí la idea de Rocha de una arquitectura como acupuntura en favor de lo público. Sin embargo, y con respuestas diametralmente opuestas, Hadid también defiende la importancia de lo público. “Parte del trabajo de la arquitectura es que la gente se sienta bien donde vive o trabaja. No se trata de hacer escenarios en los que la gente sobreviva sino de diseñar lugares en los que nos guste vivir. Si lo que hacemos es considerado icónico es por su calidad, no porque represente algo más. Que nuestros proyectos sean reconocibles no es un objetivo, es una consecuencia de nuestra manera de trabajar”, explica. En ese punto, Quintáns recurre al crítico John Ruskin, que aseguraba que la calidad nunca era una casualidad, y reta a los edificios recientes a hacer la prueba de convertirse en ruina. “Una buena estructura permanece, puede ser reutilizada. ¿Soportaría Dubai la desnudez de convertirse en ruinas?”.
Por su parte, Martha Thorne opina que los monumentos “solo tienen sentido si recuerdan algo importante” y argumenta que “una arquitectura concebida no solo al servicio de las élites, sino como agente de cambio —de la calidad de vida en las ciudades, la igualdad social, o la sostenibilidad medioambiental— significará un gran paso hacia delante”. ¿Cómo dar ese paso desde lejos del poder?
El reciente premio Pritzker, Shigeru Ban, atiende a EL PAÍS por teléfono desde París para insistir en que, a pesar de que se le tilda de arquitecto humanitario —es famoso por sus estructuras de tubos de cartón reciclado—, a él le interesan todas las escalas de su disciplina. Señala que no se considera un modelo para nuevas generaciones de arquitectos y se muestra molesto cuando se le pide que concrete las prioridades arquitectónicas para este siglo: “Yo sé lo que yo quiero hacer, pero no lo que está disciplina será o dejará de ser”. El japonés, que no cobra por dedicar la mitad de su tiempo a enseñar a construir las viviendas de emergencia que lleva décadas diseñando, está convencido de que “al final, todo se reduce a una elección personal: lo que uno quiere ofrecer u obtener de la vida”.
En cuanto al futuro, Adriá ve una vía de esperanza en uno de los frentes que, paradójicamente, más se está cuestionando hoy: la tradicionalmente esmerada, y costosa, formación de los arquitectos. En su opinión es esa amplia educación lo que está permitiendo que quien no puede construir sea capaz de hallar alternativas laborales en otros ámbitos. Por eso insiste en reforzar los estudios. También Quintáns insta a sus alumnos a acostumbrarse a trabajar con condiciones, “no solo las absurdas de las normas, también las de la lógica de la tradición, las del clima o el paisaje”.
En la formación y en el conocimiento del pasado están muchas de las claves para adaptarse al futuro. Sin embargo, Adriá cuenta que, recientemente, los lideres de Archdaily —el mayor blog de arquitectura global— decían que los estudiantes preguntan y Google responde. ¿Cómo se hace una vivienda? ¿Cómo se repara una puerta? “Ellos defienden que así se aprende arquitectura, pero yo discrepo”, insiste. “Creo que la buena educación sigue pasando por la construcción del espíritu crítico y la capacidad para formular preguntas inteligentes. Google no resuelve esto. Archdaily tampoco”.
Reparar o inaugurar
Aunque ahora tiene la ocasión de pasar de ser minoritaria a ser una práctica más extendida, la arquitectura que apuesta por la reparación en lugar de la inauguración no es nueva. En 1996, los franceses Anne Lacaton y Jean Philippe Vassal convencieron al Ayuntamiento de Burdeos de que el mejor proyecto para reformar la plaza Léon Aucoc de la ciudad consistía no en hacer nuevas obras allí sino en invertir en el mantenimiento del entorno. En la Bienal de Venecia presentaron, a su vez, un pabellón vacío con una nota explicando que el dinero lo habían invertido en un puente peatonal en África.
Ya en el siglo XXI, tras convertirse en arquitecto en Berlín, el burkinés Diébédo Francis Kéré reunió dinero para levantar la primera escuela de su poblado. Ese colegio en Gando fue su primer proyecto. Un poco más tarde, también en Ecuador los arquitectos de Al Borde lograron levantar en El Cabuyal (Manabí) una escuela con poco más de 600 euros. Fue nombrada Escuela Buena Esperanza.
Cada vez son más los arquitectos que se movilizan para llevar su conocimiento donde la arquitectura no ha sabido llegar. Es el caso del estadounidense Michael Murphy, que, tras formarse en Harvard, no solo diseñó una escuela y un hospital para Butaro (Ruanda) sino que logró además financiación para construirlos. Corría el año 2011.
Poco después, también el español Xavier Vilalta convenció a sus clientes de Addis Abeba para que, en lugar de un centro comercial con aire acondicionado, le dejasen construir un mercado ventilado por celosías. Parece llegado un tiempo de aire nuevo en la arquitectura.
Marcela Fittipaldi
Periodista.Editora marcelafittipaldi.com.ar. Ex-editora Revista Claudia, Revista Telva España, Diario La Nación, Diario Perfil y revistas femeninas de la editorial
Más recientes